Era un domingo fresquito de sol, y quizás por eso había más que nada familias en la cancha; o podría ser el hecho de que, si bien era un partido del mundial, eran dos equipos que ya habían sido eliminados y por eso se jugaba en un club del barrio de la Chacarita.
El partido iba en desventaja para el equipo que yo alentaba, pero así y todo, se me acercó el capitán confianzudo y convencido, y me dijo: "si ganamos, te doy un beso", y después de guiñarme un ojo volvió semi-trotando al campo de juego, a cumplir con su promesa. Yo, petrificada.
Antes que la pelota volviera a correr, espié para los costados a ver si alguien había sido testigo de semejante declaración, pero el que no tenía los ojos clavados en el verde, estaba cambiando la yerba, o sacudiéndose las miguitas de la medialuna de manteca que insistían en quedarse pegadas en el buzo para siempre.
Un poco esperanzada -y un poco desilusionada porque nadie me creería lo que acababa de pasar- seguí atentamente cada pase, cada juego, cada pelota.
El tanteador que iba 0-1 en detrimento nuestro, se dio vuelta y el empate me iluminó las esperanzas. La tarde transcurrió peliaguda, entre mates y goles, pero poco antes del final, la historia volvió como al inicio, y quedamos con las comisuras de los labios un poco hacia abajo, buscando en el fixture para empezar a alentar la próxima fecha.
Y ahí nomás, entre arrolladores gritos de gloria, quedé aturdida e inmóvil porque mi chance de besar al más grande se había escurrido con ese segundo gol del contrario.
Lo miré desde lejos -él entre la multitud, eludiendo periodistas, gambeteando micrófonos llenos de preguntas- y con un gesto de cabeza le dije "me quedé sin el beso"
Entonces logra desenredarse de entre las cámaras para acercarse y decirme: "El domingo que viene jugamos un amistoso... ahí seguro que ganamos". Y así nomás se fue Messi, el capitán con su promesa y mi esperanza de que quizás la próxima pueda besar al campeón.
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